Las cataratas del Iguazú cantando para una lámpara de fuego.
A un perro sorbiendo vino sonrosado de una jícara de coco.
A un gato soñando sobre las páginas de un libro de Max Ernst.
Los pies destrozados del cadáver de una anciana flotando sobre un río.
La lluvia pesada de una ensoñación quieta de la ciudad.
Y la luz bajo los párpados de una tortuga ciega.
Lo vimos todo.
El fuego sobre las manos de una virgen en una iglesia.
Y el atolladero en que descubrimos la unción de nuestra enfermedad.
Piedras iridiscentes al fondo de un lago sin sosiego.
Y el olor del invierno sobre tu cuerpo callado.
El nombre real de algunos astros.
Y la cintura inquieta de animales efímeros que me cantan al oído.
Lo vimos todo.
Una silla partida a la mitad equilibrándose sin esfuerzo.
El antebrazo de una tulpa melancólica y la mirada de un ciervo malherido.
Abejas azules sobrevolando la cabeza blanda de un neonato y el amor atrofiado de edificios que se derrumban entre sí, para aplastarnos.
Una tarántula ahogándose sin remedio.
Y la expulsión de 333 crías de hipocampo.
Lo vimos todo.
La extinción de tu gesto no radiante, pero sí doloroso, infinito, incomprensible.
El envenenamiento colectivo y la sal neutralizando todas las tierras.
Cuarenta y dos ballenas varadas y explotadas con dinamita.
Y ceniza desprendiéndose de tus ojos inciertos, enamorados, amarillos.
Pechos que manan miel y labios que nunca tiemblan.
Todo milagro es de naturaleza incierta y toda violencia es infinita.
Lo vimos todo, todo, todo…
Pero nunca tus manos, ni tus ojos, ni tu silencio.