Llegamos al lugar tras estar vagabundeando durante un rato. Había sido un concierto de música gótica y habíamos sido la pareja más peculiar de la noche: ella, una punk colorida; y yo, un punk aseñorado, pero con muchas ganas de agitar el cuerpo. Ana introdujo a escondidas bolsitas con alcohol bajo su vestido y que adentro bebimos sin gran disimulo. Dieron a las tres o cuatro de la mañana, era nuestra primera cita, y sabía y no sabía, todo lo que podría pasar. Fumamos marihuana y bebimos dextro, jarabe para la tos sin ningún otro componente. Nos sentíamos poseídos, mientras caminábamos de aquí para allá, y cruzábamos las calles y avenidas sin fijarnos demasiado. No teníamos a dónde ir y tarde o temprano, se desvanecerían los efectos. Pintarrajeamos la pared de una iglesia con dibujos extraños. Corrimos para colarnos y no ser alcanzados. Casi nos prendimos fuego y los paseantes nocturnos me parecían zombis. Aún recuerdo su vestido de una sola pieza que la hacía lucir como una agraciada petite oriental. Su talle, su risa franca y su lengua llena de expresiones delirantes y metafóricas. Me sentía apesadumbrado por saberme con dinero insuficiente en los bolsillos, pero si Ana me gustaba y despertaba en mí los mejores anhelos, era por sus ojos circulares, su voz expresiva y ese aire tan suyo como de incipiente locura, pero también por su audacia, su optimismo y su imaginación.
Después de todo, nuestro andar despreocupado nos condujo hasta un coche destartalado que encontramos por allí y el cual, Ana convirtió en una maceta para las semillas de girasol que traía en los bolsillos, pues estaba lleno de tierra. El jarabe seguía surtiendo efecto: aquella borrachera subjetiva de horripilante sabor cereza y su flotar intermitente dentro de uno mismo, hasta inducirnos esa felicidad robótica y absurda, hasta hacernos llorar abrazados en una esquina, y justo antes de dar con nuestra reservación en el mejor motel de la ciudad.
Se trataba de un centro de salud que nunca fue inaugurado y que tenía el candado partido en dos, para que cualquier curioso se colara sin levantar sospechas. Atravesamos el umbral y lo dejamos como estaba. Exploramos el patio con cautela y sin ninguna sorpresa, antes de adentrarnos y quitarnos las botas para entrar. Había trozos de vidrio regados por todo el suelo, pero lo que menos queríamos era ser descubiertos si es que habia alguien adentro. Me sentí como en una película de suspenso; y cuando al fin dimos con una esquina en la que nos sentimos, si no a gusto, al menos a salvo de una intemperie más fría, pasamos la noche abrazados en el suelo, mientras intercambiábamos nuestra ternura. Todavía recuerdo la luz azul que iluminaba su cara, sus besos suaves y el calor de nuestra humedad clandestina.
*2018